Quiero que me trates suavemente
Lucía no quería volver a bañarse con él. No quería que la tocara otra vez. Aunque ahora lo hace más suave. Ya no la agarra de súbito ni la empuja contra la pared.
Pero sí continúa acercando su cuerpo grasoso sobre ella. Se frota resbaloso contra su espalda y es suficiente para que Lucía tenga escalofríos.
Antes no era así. Cuando comenzaron la relación Ernesto era una persona amable y cariñosa que siempre estaba atento a su seguridad. Pero después vinieron los golpes y las humillaciones en público.
Lucía piensa en eso cuando lo siente. Necesita deshacerse de ese monstruo. Piensa que si tan solo se concentrara en cuanto lo odia sus brazos se sacudirían fuertes en un espasmo involuntario y Ernesto caería sobre el bidet.
Pero nada de eso sucede. Se siente tranquila. Porque Lucía no es como él. Y prefiere el silencio.
Entonces baja la cabeza. El agua limpia la espuma acumulada en su espalda. Cierra los ojos y tiene fe que en el desagüe también se escurren los recuerdos del cuerpo, la culpa de haber sido tan complaciente, el miedo de no saber qué palabras tendrá para ridiculizarla. Licúa la vergüenza de haber perdido la dignidad.
Pero también el agua trae otros recuerdos no tan gratos. El té cayendo en chorro de la tetera que sostenía en medio de un tenso silencio, Ernesto tomando el té, Ernesto riéndose de ella, Lucía llorando de impotencia, de temor, de indignación, de vergüenza. Ernesto cayendo de rodillas, Ernesto azul por la ricina, Ernesto tieso, Ernesto descuartizado, desfragmentado, picado, incinerado, lleno de glicerina.
Lucía tiene lágrimas pero el agua también las limpia. Acerca el jabón a su nariz. Lo respira. Recuerda ese “dejálo, nunca lo vas a cambiar” de sus amigas.
Qué ganas de contarles que Ernesto ya no es ese que le dejaba moretones. Ahora es como ella lo soñaba. Ahora Ernesto perfuma su vida.
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