El sombrelustius

  Ese día el profesor advirtió que habia perdido importancia. Ya casi nadie repreguntaba en sus conferencias, las mujeres pocas veces se reian de sus chistes, y sus nietos huían de sus invitaciones lúdicas.

  Una noche de lectura desvelada frente a la lámpara de su escritorio, percibió que su sombra había desaparecido.

  La buscó primero en su casa. Iluminaba los muebles con una linterna y revisaba cada negra figura proyectada con la esperanza de verla adherida a la pata de una cama o al rectángulo de la heladera.

  Sin respuestas, le dijo a su esposa que la abandonaba, pero fue casi ignorado. Caminó durante dos días por plazas y calles pensando en cómo recuperar su pasado. Hasta que solo y cansado bajo un puente, un anciano se acercó y le confió al oído el camino al Sombrelustius.

  Buscó el árbol más viejo del último campo. Primero metió la mano temerosa por el enorme pórtico rugoso. Al rato entró con coraje.

  Vio un parque interminable donde los árboles, bajo el calcinante sol, daban una proyección distorsionada que no les pertenecía.

  Llamó a la suya con un grito desesperado y vio despegarse una sombra humanoide de un álamo.

  Se acercó hasta tocar sus pies. Entonces lo enredó y arrastró su cuerpo hacia dentro de un río.

  Sus ojos se cerraron en la corriente.

  Cuando recuperó la lucidez, estaba encandilado por las luces. Inmovilizado, escuchaba una música clásica. Sin desearlo, comenzó a danzar. No quiso hacerlo pero era obligado por un cuerpo erguido y bien iluminado sobre el escenario que bailaba majestuoso al ritmo de la orquesta. Creyó casi con certeza que los aplausos interminables del final le pertenecían.


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